Vianden
5 de agosto de 2012
Domingo…´ya tiene otro sabor. Me pregunto qué piedra vieja habré de ver hoy. O qué iglesia reconstruida y adornada con formas caprichosas conoceré.
A la deriva tecnológica y comunicativa como estamos, nos dirigimos a Vianden. Un pueblo, que según Germán, tiene un castillo y un museo de Víctor Hugo. Apenas imprimió un mapa en el trabajo (el ingeniero trabaja, no puede hacer de investigador turístico) y nos dirigimos hasta allá, cruzando 110 kilómetros de rutas alemanas, para pasar a Luxemburgo un par de kilómetros más. Tomamos varias autopistas y rutas. Muchos tramos en reparación. Pero hay tantas conexiones entre rutas para ir a tantos lados y muchos “bucles” (¿se dirá así? ¿O rulos?) en las carreteras que sin el GPS sería dificilísimo llegar a donde uno quiere. O tal vez, con un buen mapa de las rutas… llegaríamos (4 horas más tarde de lo previsto quizás) igual.
Curvas muy cerradas, curvas más cerradas en bajadas pronunciadas…sin límite de velocidad. Y Germán se preguntaba, ¿cómo es posible que no diga “máximo 30”?. Yo le digo…va por tu cuenta, es responsabilidad de cada uno. Es difícil de entender, que acá uno se cuida a sí mismo, para cuidar a los demás.
Hasta que finalmente, vimos el nombre del “pueblito” en los hoteles y otros lugares. Era la certeza de llegar al lugar indicado por el GPS. ¡No piensen que le creemos todo lo que dice al pie de la letra! A veces se tilda y dice (en medio de la autopista) “de media vuelta, si es posible”… y uno se queda preocupado, pensando si la gallega que habla sólo le pidieron que prestara la voz o quizás también participó de la programación del aparatito.
Estacionamos al lado del cementerio, y le sacamos fotos porque los trabajos en piedra que se veían eran impresionantes. Luego, subimos por un sendero hasta llegar al dique. Este pueblo también descansa sobre el río Our. Aunque nos dimos cuenta que llegamos a la punta del pueblo, por lo que retrocedimos y nos fuimos caminando hacia la oficina de turismo. Donde nos armamos de un mapa con puntos turísticos y otra monedita para mi colección.
Apenas llegamos nos dimos cuenta que nuestra visita daba para más que un castillo y un museo. Sobre todo, cuando se nos cruzó un juglar…Sí, un juglar, una loca vestida en terciopelos y bordados de un escudo de armas familiar y otros marcianos. ¿Viajamos a la Edad Media? No Estrellita… no era tan empinada la curva, seguís en esta dimensión. Llegamos para el último día de la feria medieval. ¡Otra feria!
¿La gente del pueblo se vistió como en el siglo X, XI, XIV? Y otra vez, puestitos en la plaza pero con un toque de otra época. Elipsis en frascos antiguos, medallones, espadas de madera, hachas…de madera también, cuchillos. Un lugar donde podías ver cómo se manejaba el vidrio en aquella época, también como se hacían sogas. ¡Tenemos fotos con una bruja! (Es decir, otra bruja… generalmente me gusta usar la ropa acorde a la época en que vivo, sino me siento más vieja je je). Desde temprano, preparan sus puestos. En uno, se puede ver como una mujer corta frutillas, para agregar a unos wafles (son rectangulares) con crema. Es un postre muy común por aquí. También se ve como ponen a punto los sartenes para los famosos crêpes. También había aves… búhos, halcones, águilas… y gatos de bruja.
Antes de continuar, debimos hacer una parada obligatoria para llenar nuestros estómagos. ¡Bah! No tan llenos porque después cuesta caminar. Paramos en un pequeño local con dos mesas en la vereda… que no decía nada, de precios baratitos… y nos metimos. Tomando en cuenta nuestras experiencias anteriores, el menú fue: pizza de salami y dos porciones de papas fritas. Sin lugar a exageraciones, de las mejores que probamos hasta ahora… ¡las dos cosas! No dejamos ni la muestra.
Pero esto no es un relato culinario…sigamos adelante. Y llegamos a una iglesia la “Trinitarierkirche” antes de entrar, nos asomamos al jardín que no estaba abierto al público pero sacamos una foto desde la ventana.
Nos encontramos con la majestuosidad hecha fe. Simplemente maravillosas, las esculturas de relatos bíblicos. Acá, no hay palabras…tiene que ver la foto. Y es una iglesia chica, en comparación con las catedrales que vimos, sin embargo esta, estaba iluminada. Tenía algo diferente, la luz es belleza o embellece más lo bello. Al costado de la nave principal, había una tumba de una mujer…una virgen.
Y poquito a poco, emprendimos la subida, sacando fotos a los monumentos que se nos atravesaban. Para llegar con cierta agitación, al castillo: “Château de Vianden”.
Y por supuesto que la visita no es gratis…€ 7 los adultos y unos euros menos los niños para disfrutar de… ¿la feria persa? ¡Ah! El salón de los caballeros y la sala de armas estaba abocada al comercio medieval. Ya desde los pasillos que rodean la fortificación, había más puestos de venta de “baratijas del medio evo” que no sirven ahora, y supongo que tampoco servían en su tiempo. Y ahí le dije a mi esposo…ellos también tienen que comer, está dura la mano. De a ratos, se escuchaba música de aquella época, con flautas y otros elementos de percusión. Y movidos por la gente, íbamos pasando de una habitación a otra, observando y tomando una vaga idea de lo hubiera sido vivir ahí seiscientos años atrás.
Afortunadamente, los puestos con artesanías (¿de la China medieval?) no ocupaban todas las instalaciones y pudimos ver, el escenario de lo que alguna vez fue una cocina, y también el comedor con sus sillas de madera y revestidas en tela pesada y color fuerte. También un dormitorio, con su cama envuelta en cortinas y un hogar de 3 o 4 metros de ancho…como para darse cuenta de lo duro y trabajoso que sería calentar este lugar en el invierno.
Otro comedor, con su mesa en madera oscura casi negra… ¿15 metros de largo tendría? La araña de velas pendiendo en la habitación y antiguas alfombras de siglos posteriores (posteriores a la Edad Media, quiero decir) combinan la escena mezclando siglos y realidades.
En medio de la excursión, vimos una demostración de halcones y búhos adiestrados para la caza. Y llegamos a arriba de todo, donde explican cómo se construyó el castillo desde el 900 en la época de los romanos hasta el siglo XVII dando por finalizada su construcción y ampliación. Para ser destruido casi por completo en la Segunda Guerra Mundial. Y ahora me explico lo de la feria… ¿cómo siguió la historia? Sucede que en la década del setenta del siglo XX, el pueblo se puso de acuerdo para restaurar el castillo y los trabajos llevaron alrededor de 25 años. Además de restaurar los muros, se colocaron todos los techos. Es el principal atractivo del pueblo y la imagen de las postales. No sé cuánto es el ingreso que genera el castillo, pero gran parte de sus cafés, restaurantes y hoteles dependen de este coloso gris y de alguna manera, sigue siendo el centinela del lugar.
En la parte subterránea hay una taberna…iluminada por candelabros y velas, la gente toma cerveza en mesas largas de madera o sobre los barriles. Por supuesto que también hay carne para hacer sándwiches y los wafles de postre. El olor a levadura te voltea cuando bajas las escaleras. El clima es espeso y el dorado del fuego tiñe la piedra gris.
Desde este punto…continuamos la travesía sin fotos, porque la cámara nueva, nuevita…Nikon se quedó sin baterías. Germán estaba más que ofuscado.
Con el castillo a nuestras espaldas, nos dirigimos a lo que fue la fortificación, algo así como las ruinas de un murallón a un costado de la ciudad. Lamentablemente erramos el camino y tomamos un sendero paralelo. Se escuchaba la música del castillo todavía y nosotros caminábamos mitad puteando, mitad tomando aire…hasta llegar a un estacionamiento…el más alto diría yo. Y en medio de la resignación por saber que deberíamos bajar de ahí, para atravesar todo el pueblo otra vez, nos encontramos con un monumento conmemorando (y agradeciendo) al cuerpo de ingenieros 1255 perteneciente a la sexta brigada de caballería norteamericano quien liberó definitivamente a la ciudad en la Segunda Guerra Mundial. Ahí estaba la bandera de USA perpetuada en hierros y marcas de estrellas. Debajo, una placa con los nombres de los soldados y plantas con flores. Sencillo, humilde y emotivo. También había fotos de cuando entraron los tanques a la ciudad; las casas no habían corrido suerte diferente a la del castillo…todo era una ruina.
Dejamos el monumento, para cruzarnos medio pueblo y llegar finalmente al teleférico. Estrellita quería subir hasta arriba y comer torta y tomar café. El clima se estaba empezando a enfriar, incluso comenzó a llover amenazando nuestra empresa. Pero era una nube pasajera, sólo esperamos un ratito y compramos los boletos. La vista era preciosa… ¡y nosotros sin cámara! No voy a escribir todas las veces que dijimos esa frase…ni todas las puteadas dirigidas al aparato.
Al llegar no encontramos mucho…excepto senderos para seguir caminando. Preferimos ir a comer el postre. Mientras me comía la selva negra y mi submarino (el café que elegí, resultó ser un submarino, ¡ups!) veía el pueblo a lo lejos, tan tranquilo y gentil. También pensaba en lo que me dolerían las piernas durante la semana… ¡es que todo está subiendo o bajando! ¡O cuesta arriba o cuesta abajo! Y encima nos perdimos, por lo que tenemos unas colinas de más en nuestro “pasómetro”.
Emprendiendo la bajada, vemos gente jugando en el mini golf, casa con jardines floridos, el río…paz.
Nos quedaba un lugar al que queríamos ir, y lamentablemente cerró a las 5. No sabía que el museo de Víctor Hugo cerraba a las 5! Buaaaa, buaaaaaa. Eran las 5.30 horas.
Volvimos al cementerio…es decir, al estacionamiento del cementerio aunque Sara y Paula todavía tenían ganas de subir más colinas y meterse por senderos poco transitados. Evidentemente no han oído hablar de Caperucita Roja…en fin. La lluvia hizo lo propio y largó un chaparrón tan fuerte que desistieron de la idea (menos mal).
El día alcanzó para casi todo, y ya emprendemos la vuelta a casa. Todavía falta una hora y media de curvas y contra curvas.
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